Este pasado fin de semana, tuvimos la cena del equipo de fútbol. Me quedó claro que ya no tenemos edad ni para corretear por los campos los domingos por la mañana, ni por los bares los viernes por la noche.
En todo caso, durante la cena, Txomin amenizó los postres con una historia que le ocurrió esa misma mañana.
Txomin es profesor de instituto en Calatayud. Ese día, con su clase, visitaban el parque temático Senda Viva (cerca de Tudela). Entraron a ver un espectaculo de magia, y uno de los organizadores le llamó a un aparte para entregarle una botella de cristal que un supuesto mago iba a hacer desparecer. La botella aparecería posterior y misteriosamente en su mochila.
Al tener la dichosa botellita en la mano, a Txomin se le cayó el alma a los pies. Un mito derrumbado. Creo que a mi me hubiera sucedido lo mismo.
Si algo tiene la infancia es la inocencia y la capacidad de sorpresa. Quizás la inocencia la perdamos en el primer golpe, pero para perder la capacidad de sorpresa necesitamos varios.
En algún sitio que no recuerdo leí que la infancia se acaba cuando el mundo deja de sorprendernos, cuando dejamos de descubrir, de aprender.
Me encanta ver la cara de sorpresa de cualquier niño: Carla bajando por un tobogán-túnel; Yago se asombra con un peluche que hace miau; mi ahijado Pablo con una servilleta rota que se recompone; Beatriz y Victoria con una pared que cambia el color del papel; Iziar y María con un caracol que se esconde en su concha; Fernando con las gallinas y ovejas de Laspuña; Andrés con un camión que pasa delante de sus narices; Chemiki corriendo su primera carrera, ...
Sus ojos como platos, la O en la boca, ese brillo de emoción en la mirada, pequeñas convulsiones en las manos, los nervios... Sus caras me transportan a mi infancia. Y quizás, como he tenido la fortuna de disfrutar de una infancia inmensamente feliz, la añoro. Me da saudade.
Yo, aunque cada vez menos, juego a sorprenderme, o por lo menos a intentar sobresaltarme. Ayer chateando con Jaime (¡pensando que era Moncho!) me admiré al comprobar como un niño de 7 años me enseñaba cosas del Messenger.
Creo que por eso, los buenos magos nunca desvelan sus trucos, excepto en sus conciábulos de nigromantes a sus elegidos aprendices, para que así podamos seguir siendo un poco niños un ratico más.
Por cierto, Txomin entró alicaido a ver el show de magia. Dejó en el suelo su mochila y se abandonó al espectáculo. Al poco, la botella cayó rodando por el suelo del auditorio, rompiéndose en 730 pedazos.
Está claro que entre el auditorio había un mago de verdad que quería sacarle los colores al impostor.
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